RECUERDOS
Y
AÑORANZAS DE TAMARIZ
EL CAMPANERO DEL CIELO
Por Ángel Albillo
Iglesia de San Pedro, de
nuestro querido pueblo de Tamariz, con su torre y campanario,
donde se puede ver a una campana, la “redonda”.
La muerte no es el final; dice el “himno castrense a
los caídos”, pero sigue siendo dolorosa para los mortales, por
lo que nos cuesta aceptarla, a pesar de ser algo inherente al
ser humano, como compañera de viaje en este “valle” y sobre todo
es, nuestro pasaporte de entrada a la otra “vida”.
Cuando nacemos, ya traemos en
nosotros, esa condición de mortales; condición, que también nos
la recuerdan y acompañan, durante toda nuestra vida terrena, la
primera y la última letras del alfabeto griego; el alfa (α), como principio y la omega
(ω), como fin.
A pesar de tal condición de
mortales, es justo y humano el acompañar y recordar a nuestros
difuntos, como muestra de agradecimiento a sus sacrificios y
valores, que sin duda, nos transmitieron en vida; su ausencia
nos entristece y lo ideal sería, el no perder su buen ejemplo o
huella.
También hay otras personas, que
sin ser familia -aunque en los pueblos todos somos un poco
“familia”-, cuando el Señor les requiere y finalizan su caminar
en este mundo, nos produce un sentimiento también doloroso; sin
duda, porque hemos admirado alguna o varias de sus virtudes.
Una de estas personas, al que me
“enganché” desde niño, fue Lucio Revilla “Lucín”, un joven alegre, que
llegando el día de los Santos y el consiguiente mes de noviembre
o mes de las ánimas, subía al campanario de nuestra iglesia de
San Pedro y las campanas se rendían ante él.
Tal admiración era debida, a la
coincidencia que ambos teníamos, por la misma afición: las
campanas, unas campanas muy especiales, al ser las nuestras, las
de Tamariz y seguro que para los dos, eran también las de mejor
sonido, aunque lo cierto es que yo al menos, no conocía otras.
Campanas que hablaban, lloraban
y estremecían, en las manos de Lucio, manos con sensibilidad, de
toques sutiles y con una cadencia adecuada, nos embriagaba de
tal sentimiento de ánimas y recuerdos; así los alegres sonidos
de la redonda y la rosada, se convertían en largos y emocionales.
Tenía que ser la ronca, la que nos despertara de ese
sueño, en el recuerdo a nuestros antepasados, con un sonido más
corto, severo y firme. La esquila o campana más pequeña -también
alegre-, nos introducía en esa obra de arte campanera, al igual
que echaba el telón a la misma.
Siendo monaguillo de D. Paulino
-el primer cura que conocí en Tamariz-, el cual entre rezo y
rezo del breviario, tenía sus buenos momentos divertidos e
irónicos; y en una de esas ocasiones, nos dijo a los presentes
en la sacristía: ¿queréis subir al cielo y así vemos y tocamos a
los ángeles?
Aceptamos la invitación y
subimos al cielo (campanario) y allí vimos y tocamos a los
ángeles (las campanas); a cada una la pusimos los nombres ya
citados y observábamos que producían un sonido distinto, que
servían para avisar los inicios de los cultos, peligros,
fiestas, funerales, ánimas, etc.
La clave estaba en saber
tocarlas según la ocasión, en saber entremezclar sus sonidos y
la cadencia o el ritmo; así, mis dos campanas preferidas: la
redonda y la rosada, que tienen un sonido dulce y alegre, muy
propio para toques de fiesta, eran las protagonistas también en
el toque de ánimas.
El toque de ánimas es
complicado, pero Lucín lo entendía e interpretaba a la
perfección, dejando oír, además del sonido natural de cada
campana - y en los silencios de las pausas, que él sabía dar y
son fundamentales-, el sonido alargado y profundo, del eco de
las entrañas de cada campana.
Para hacernos una pequeña idea,
el sonido de la redonda es como un talán an an an…, la rosada
telén en en en…, en cambio en la ronca es bastante más corto y
fuerte tolón on; la esquila, es la más pequeña y juvenil, tilín
in in in…; por eso en los funerales de niños es la que se toca.
En aquellos momentos, reconocía
el sonido de todas ellas, aunque estuviera en la otra punta del
pueblo y también las tocaba, al ser monaguillo, pero sabía que
cualquier toque era relativamente sencillo, excepto el de
ánimas, al tener que tocar cuatro campanas a la vez-.
Aclaremos, que su dificultad no
está únicamente en tocar cuatro campanas a la vez -algo que
además, no se hace durante todo el toque de ánimas-, sino, como
ya se ha dicho, en saber entremezclar dichos sonidos y al igual
que pasa con las pinturas, de esa mezcla, crear un sonido nuevo.
También sabía reconocer, sin ver
-pues no subí nunca al campanario de noche-, si este toque de
ánimas -el cual era nocturno- lo hacía Lucín o no; subida, que era un tanto
complicada, con tramos donde faltaban peldaños a la escalera
de madera, teniendo que pisar por las vigas laterales y sin
luz.
Reconocía tal autoría, porque
Lucín, respetaba cuidadosamente todos los detalles del citado
toque: los avisos de la esquila; el toque-prueba de cada una de
las demás campanas; el ritmo o cadencia que guardaba en dichos
toques; el repiqueteo que daba, después de cada misterio o
estación, etc.
También reconocía su autoría,
porque tocar con una sola mano a dos campanas, la redonda y la
rosada y que no sonaran a la vez, era cuestión de técnica,
además de tener afición o mejor dicho, una habilidosa pasión;
actitud, entrega y pasión, que le hacían ser a Lucín, el mejor
campanero.
Yo creía saber tocar también
dichas campanas o quizás me podía la ilusión de niño, de
cualquier forma, aún no tenía fuerzas para hacerlo, pero me
habría gustado haberlo hecho al unísono con Lucín; uno de los
dos, con la pareja: la ronca (la que se tocaba en los funerales
y la esquila).
El otro, con la que yo creo que
eran o son, la pareja protagonista en todos los toques
prácticamente: la redonda y la rosada; pienso que lo habríamos
hecho bien. El mérito de Lucín, era saber hacer llorar a dichas
campanas vivas y alegres y en vez de producir su sonido festivo,
producían desgarro.
Como vemos, las campanas son como las
personas, que en ocasiones nos reímos y en otras lloramos;
también hay personas -quizás la mayoría-, que se comportan o nos
comportamos de distinta forma, según con quien estemos o como
nos acepten; pues así son y así responden las campanas.
En mi curiosidad de niño,
atraído por esa mezcla de sonidos, al igual que por su cadencia
lenta, que denotaban un aire más celestial, que triste, subí al
campanario, de día, un día de los Santos y vi lo imaginado: a
Lucio, con dos cuerdas en su mano derecha, otra en la izquierda
y una más en un pié.
Su actitud y concentración, eran
como la de un penitente, que entrega su humanidad y nobleza, su
ilusión y sentimientos, al Señor rey del universo; el esfuerzo,
le hacía prácticamente sudar o quizás también fuera, por esa
entrega interior, que sin duda produce, tanta sensación, como
desgaste.
Ya siendo un veinteañero, viendo
que no había nadie en la torre, otro tal día de los Santos, subí
y toqué a esas campanas tan queridas, durante el trayecto desde
la iglesia al cementerio, que encabezaba el cura, seguido por
toda la feligresía, para rezar el responso general a los
difuntos.
Me sentí bien, aunque eché en
falta al maestro y brujo de las campanas, con él sin duda, me
habría sentido infinitamente mejor; no hubo tal ocasión, pero
guardo y comparto con todos los que lo deseéis, los entrañables
recuerdos, de ese gran campanero del cielo: Lucín.
Cuando alguna persona, con
valores, virtudes, habilidades…, nos deja pronto, quiero pensar
que el Señor, la reclama para algún encargo “celestial” y así
Lucín, seguro que será el “campanero del cielo”; un campanero alegre y ritmo
bailongo, que sabrá mezclar como los ángeles.
Otra bonita foto de la
iglesia de San Pedro, cogida desde otro ángulo, desde donde se
puede ver a otra campana, la “rosada”.